El 2×1 de la Corte Suprema de Justicia no tiene vuelta atrás y hoy desde El Disenso te contamos por qué.
En septiembre de 2001 la Corte Suprema de mayoría automática menemista condenó a Jorge Fontevecchia y Hector D’Amico a indemnizar a Carlos Menem por una nota de Perfil. Los periodistas, disconformes, llevaron la cuestión ante la Corte Interamericana de DDHH, acompañados en el trámite por Horacio Verbitsky, como representante de la Asociación de Periodistas.
En noviembre de 2011 la Corte Interamericana declaró que el Estado Argentino había violado el derecho a la libertad de expresión y dispuso que el nuestro país debía dejar sin efecto el fallo que condenaba a los periodistas.
Si bien el preámbulo de la CADH le adjudica a la Corte Interamericana un carácter complementario, en la interpretación de la Corte su rol fue reducido expresamente a un carácter subsidiario. Linealmente, la CSJN negó que la CIDH tuviera facultades de “cuarta instancia” ni pudiera ordenar a nuestra Corte la revocación de un fallo, especialmente considerando que el tribunal que encabeza Lorenzetti no está facultado para revocar sus propias decisiones.
Para justificar la arbitrariedad de semejante arquitectura de razonamientos, la mejor doctrina que encontró la Corte fue de Joaquin V. Gonzalez, que murió en 1923, setenta y un años antes de que nuestro orden constitucional incluyera los tratados internacionales de derechos humanos en su texto. El pasaje del jurista que avala la nueva doctrina de la Corte sostiene que “un tratado no puede alterar la supremacía de la Constitución Nacional“. Lisa y llanamente un papelón, ni la integración del orden jurídico internacional, ni la defensa internacional de los DDHH, ni la doctrina constitucional de hoy son equiparables a las de 1920, cuando los fusilamientos en masa de la peonada patagónica eran una forma legal de mantener bien bajos los costos laborales de la familia Braun.
Los argumentos en pro del fallo fueron expresados por el ministro DNU Horacio Rosatti, mientras que el Dr. Don Juan Carlos Maqueda, quien invocando abundante doctrina y jurisprudencia se atrevió a sostener que el tribunal “debe cumplir el pronunciamiento del tribunal interamericano“, quedó solo en su disidencia.
El fallo Fontevecchia es atractivo porque reivindica la soberanía nacional en un mundo donde las tendencias globalistas diluyen los estados, pero también contrasta con la entrega de soberanía en otros ámbitos. La supremacía constitucional que se invoca para defender las facultades represivas del gobierno no le importó a Rosatti ni a Rosenkrantz cuando los nombraron por decreto, ni tampoco fue invocada por la Corte para determinar que es inconstitucional la toma de deuda sin previo aval del Congreso, especialmente cuando el crédito internacional se garantiza con bienes públicos y recursos naturales.
Esta semana la Corte Suprema decidió, con razonamientos igual de forzados, beneficiar a los genocidas con el beneficio del 2X1. Desde distintos sectores se llamó a defender los derechos humanos, algunos referentes políticos, más ocupados por conseguir rettweets que por la destrucción de nuestro estado de derecho, llamaron a revocar el fallo y no faltaron las invitaciones para firmar petitorios en change.org, sin que quede claro que ese portal tenga en nuestro orden jurídico una jerarquía superior a la de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
El 2X1 llegó para quedarse, el reciente fallo Fontevecchia determina la irrevocabilidad de los fallos de la Corte Suprema y el carácter accesorio, casi testimonial, de lo actuado frente a organismos internacionales como la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Así se afianza la vuelta a un estado liberal, tan celoso de sus propias facultades represivas como bien dispuesto a ceder nuestra soberanía económica y nuestros recursos naturales para hacer negocios que solo favorecen a los grandes capitales del país. El estado de hoy solo reivindica para si sus facultades policiales y su derecho soberano a dictar políticas represivas, pero para dirimir la legitimidad de la deuda y la ejecución de nuestra riqueza natural nos sometemos sin reparos al buen arbitrio de los tribunales de Londres y Nueva York. ¿Qué puede salir mal?